jueves, 17 de octubre de 2013

TU TAMBIÉN PUEDES SER MISIONERO

"En este momento, llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que Jesús estuviera hablando con una mujer..." (Jn 4, 27ª).

Elegir este pequeño fragmento del diálogo de Jesús con la samaritana puede parecer extraño a la hora de pensar en la misión. ¿Por qué este texto? Porque quisiera, en orden a reflexionar sobre qué significa evangelizar, tomar un acontecimiento como punto de partida. Es, casi siempre, lo primero que nos ocurre a la hora de salir hacia la misión: traspasar fronteras.

Jesús, hombre de fronteras
El Evangelio nos muestra constantemente a Jesús yendo más allá de las fronteras religiosas de su tiempo. Sin negar todo lo rico que hay en su tradición religiosa (no viene a cambiar ni un punto ni una i de la ley), no se deja atrapar por las rigideces y formalismos de su época, sino que toma lo mejor de la misma, lo encarna, lo profundiza... y lo lleva más allá.
En toda la praxis de Jesús, en todo su ministerio, lo descubrimos quebrando barreras. Se acerca a todos aquellos que eran considerados impuros o despreciables: los enfermos, los pobres, los pecadores... ¡inclusive a los muertos! Puesto que entrar en contacto con ellos implicaba quedar "contagiado" de la impureza que ellos poseían.

Sin embargo, Jesús cruza esa frontera de su tradición (o mejor, del tradicionalismo religioso del momento), y, no sólo no queda manchado por la impureza de aquellos a quienes se acerca, sino que transmite su propia pureza con sus gestos y palabras. Y entonces cura, exorciza, reconcilia... ¡en la frontera se da el milagro!

A medida que profundizamos, descubrimos en estos "cruces de frontera" que realiza Jesús, algo aún más profundo. Él es el Hijo, el Amado de Dios, que desde el corazón de la Trinidad "cruza las fronteras" del cielo para entrar en la historia de los hombres. Se derrama en la historia, asumiendo todo lo humano, salvo el pecado.

Y así, lleva a la plenitud el camino que Dios venía realizando con Israel, pues Él constantemente había salido de sí para buscar al hombre, y había invitado a su Pueblo a desarrollar un corazón cada vez más universal.
Pero este cruce de barreras que Jesús realiza en la Encarnación anticipa el más definitivo, el traspasar el límite de la muerte, para volver de allí victorioso y resucitado por el Padre en la fuerza del Espíritu Santo. Él cruza la frontera que sólo Dios podía franquear: la del dolor y la alienación provocados por el pecado y su fruto definitivo, la muerte. Hasta allí lo lleva su misión, y de allí vuelve, pero no para quedarse quieto.


Él envía a los apóstoles, como el Padre lo envió a él. A partir de la entrega del Espíritu Santo, los Doce no son simples repetidores de las palabras de Jesús. Empiezan a compartir su vida, y por eso, también su misión. Ellos repiten en su existencia el Éxodo que realizó Jesús, saliendo del corazón de Dios hasta las profundidades de la muerte y siendo allí resucitados. En ellos se da este cruce de límites, para que la Palabra llegue a todos. Y desde ese entonces, cada uno de nosotros está invitado a esa misma experiencia, compartiendo la vida de Dios por el bautismo y por ende, también su tarea de hacer llegar el amor a cada hombre y mujer del mundo.

¿Y nosotros qué tenemos que ver con todo esto?

En la misión hacemos una experiencia muy fuerte de desfasaje. Salimos de todo lo ordinario que nos rodea: dejamos por unos días a nuestras familias, amigos y comunidad; a la vez, vamos hacia un lugar con una forma distinta de encarar la vida, la fe, los vínculos... con una experiencia de Dios distinta, y muchas cosas más. El lugar de misión se nos presenta con una historia que no es la nuestra. No sólo eso, sino que muchas veces no responde a nuestras expectativas evangelizadoras. Quizás en aquel lugar esperábamos una gran fecundidad todo se nos presenta árido. Y allí donde no teníamos puestas demasiadas esperanzas se nos manifiesta una respuesta increíble de la gente.

Además, en general, la misión nos revela un mundo al que muchas veces habíamos permanecido ajenos: el del dolor y la pobreza. En efecto, especialmente si uno se dirige al interior, va descubriendo la inmensa miseria moral y material del pueblo, que está a veces verdaderamente crucificado (después descubrimos que es igual aquí en la ciudad). Y frente a eso descubrimos de una manera nueva nuestra forma de vivir, tener y crecer.

Esta experiencia puede ser a veces muy dolorosa, pues captamos con más fuerza la fragilidad del otro y su entorno con la claridad que muchas veces da estar a una cierta distancia. Pero además, percibimos con mayor luz lo inmensamente relativo de muchas cosas que nosotros solíamos dar por sentadas (desde nuestra estabilidad económica hasta nuestra forma de relacionarnos con Dios). Y esto nos des estructura y desestabiliza.
TU TAMBIÉN PUEDES SER ANUNCIADOR DE LA PALABRA DE DIOS, CON TUS GESTOS, PALABRAS, Y TESTIMONIO ¡ARRIÉSGATE! 

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